lunes, 7 de febrero de 2011

¿Optimistas o pesimistas? - Bruno Moreno Ramos

¿Optimistas o pesimistas?
Bruno Moreno Ramos


Un lector (Francisco Javier) dejó ayer un comentario en el blog que me hizo pensar bastante. Hablábamos en el último post sobre un político que afirmaba ser contrario al aborto pero, a la vez, como lo más natural del mundo, señalaba que ahora lo verdaderamente importante es la crisis económica. Es decir, lo mismo que habría podido decir casi cualquier político español. Ante esa barbaridad y otras semejantes, decía el lector:

“Yo últimamente soy profundamente pesimista. ¡Estamos acabados si Dios no lo remedia!. Entran ganas de que venga ya Jesús…”.

Lo primero que hice al leerlo fue reírme y pensar: “Eso no es ser pesimista, es ser cristiano”. El único remedio para nuestra vida y para el mundo está y ha estado siempre en Dios. Francisco Javier simplemente se está dando cuenta de que, sorprendentemente, es verdad el dogma cristiano de que el hombre no puede alcanzar la salvación por sus propias fuerzas, de que la gracia de Dios es absolutamente necesaria, del pecado original…

Y no es algo que sólo le suceda a Francisco. Nos pasa a todos. Nuestra vida entera es una lucha entre Dios y nosotros, como la de Jacob con el ángel junto al vado de Yaboc. Dios intenta convencernos, por todos los medios, de que le necesitamos, de que sólo podemos ser felices si él está en el centro de nuestra existencia, de que su Voluntad es el camino para la vida eterna. Y nosotros nos resistimos con uñas y dientes. Luchamos para ser autónomos y autosuficientes, para poner nuestros planes por encima de sus planes, nuestros caminos por encima de sus caminos. Cada uno de nuestros numerosos pecados es parte de esa lucha que tenemos contra Dios. Y cada uno de los aún más numerosos perdones y gracias que recibimos del cielo es la respuesta de Dios en esa lucha. Ataque y contrataque, finta y contrafinta.

Al igual que hizo con Jacob, antes o después Dios tiene que tocar nuestro punto débil, para que no nos eternicemos en esa lucha. Jacob seguía empeñado en resistir a Dios, después de toda una noche luchando con él, y, cuando se acercaba ya la aurora, el ángel terminó por golpearle en la articulación de la cadera. A Jacob se le dislocó la pierna y cayó al suelo. Y hasta el día de hoy, los judíos no comen el nervio ciático de los animales, como signo que les recuerde la lucha de Jacob. Lo mismo hace el Señor con nosotros: toca nuestro punto débil con una enfermedad, con la pérdida del ser querido en quien poníamos nuestro consuelo, con el despido del trabajo que era nuestro ídolo, con un mundo envuelto permanentemente en problemas a pesar de toda la verborrea de los políticos… con lo que sea, porque cada uno tenemos nuestro propio punto débil. Y sólo así por fin nos damos cuenta de que Dios es el único Dios y no hay otro, que todo lo demás son ídolos que no pueden llenar nuestro corazón.

Dice Francisco que le parece que últimamente es “profundamente pesimista”, pero no es cierto, creo yo. El pesimista es el que piensa que todo va a salir irremediablemente mal, sin razón alguna para ello, del mismo modo que optimista es aquel que cree que todo irá bien, pase lo que pase. El católico no es pesimista y, aunque entender esto cueste un poco más al cristianismo pelagiano tan de moda en nuestra época, tampoco somos optimistas. Los cristianos somos hombres de esperanza, que es algo muy diferente.

La esperanza consiste en no confiar en nuestras propias fuerzas, sino en la gracia de Dios. Y, cuando lo hacemos, todo cambia. Los cristianos no oscilamos entre la tristeza del pesimismo y la inconsciencia del optimismo, sino que podemos vivir conscientes del mal y del sufrimiento, pero “con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación”. No pensamos irracionalmente que todo va a salir bien o mal según nuestro estado de ánimo, sino que hemos experimentado ya que Dios salva y por eso podemos confiar en que seguirá salvándonos. Hemos gustado lo bueno que es el Señor y por eso sabemos que “todo sucede para el bien de los que aman a Dios”. Dios ha hecho milagros con nosotros, nos ha sacado de la muerte que es el pecado y, por lo tanto, sabemos que resucitaremos, porque ya hemos muerto y resucitado con Cristo. Poniendo los ojos en Dios, podemos ver la verdadera importancia (o falta de ella) que tienen los asuntos de la tierra. Por esa razón, el símbolo de la esperanza en la iconografía es un ancla. Tenemos puesta nuestra ancla en el cielo y por eso sabemos que nos aguarda la salvación: “en esperanza hemos sido salvados”.

Las “ganas de que venga ya Jesús” no son un ataque de pesimismo, sino la única actitud posible para un cristiano. Por eso lo pedimos cada día en la Misa: “Marana tha”. “Ven Señor Jesús”. Así lo repetían una y mil veces los primeros cristianos. Es una de las pocas expresiones que se han conservado en arameo en los Evangelios, que están escritos en griego. Y se ha conservado en su lengua original arameo porque resultaba un concepto especialmente importante y lleno de sentido para los primeros cristianos, por lo cerca que estaba del núcleo de la Tradición transmitida por los Apóstoles.

Los que se ríen con suficiencia de los primeros cristianos porque “creían que el fin del mundo iba a llegar enseguida” muestran que no han entendido nada de lo que es ser cristiano. Un cristiano vive siempre consciente de que el Señor va a venir y deseando esa venida. Mas aún, cada vez que decimos “venga a nosotros tu Reino” en el padrenuestro, estamos diciendo lo mismo, estamos pidiendo que venga Cristo a reinar, en nosotros y en toda la creación. Descubrimos de nuevo que la Historia sólo tiene sentido si camina hacia el Reino de Dios. Reconocemos que la salvación viene de Dios y no de nuestras fuerzas, que es un regalo, un don gratuito de Dios. Recordamos que su Reino no es de este mundo y que los sufrimientos, problemas, errores y pecados no tienen la última palabra, porque la última palabra es de Cristo. O mejor dicho, porque la última Palabra es Cristo.

¡Marana tha!








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